Por Juan F. Peraza
Las implicaciones de la guerra de los semiconductores tienen unas ramificaciones muy profundas. El origen de este conflicto reside en la decisión de los países que forman parte de la alianza liderada por EEUU de impedir que China continúe desarrollando su capacidad armamentística, pero si solo nos quedamos con esta aproximación nos perderemos una parte importante de la función. Y es que las grandes potencias necesitan imperiosamente reforzar su posición en la industria de los semiconductores, lo que también está generando fricción entre ellas.
Para entender qué está sucediendo podemos fijarnos en la forma en que TSMC puede sacar partido al interés que tienen en ella tanto Alemania, que es el motor de la industria europea, como Japón. Para Europa es fundamental contar a medio plazo dentro de sus fronteras con una fábrica de chips de vanguardia de Intel y otra de TSMC. La primera ya está pactada. Finalmente costará 30.000 millones de euros y residirá en Magdeburgo, una localidad del noreste de Alemania situada a unos 150 km de Berlín.
Sin embargo, la probable planta europea de TSMC todavía no está cerrada. Ni mucho menos. Actualmente el Gobierno alemán está negociando con los directivos de este fabricante taiwanés de circuitos integrados, el mayor del planeta, las condiciones requeridas para la construcción de una fábrica de chips en suelo alemán. Japón también está muy interesada en tener una fábrica de esta compañía y le ha ofrecido una subvención del 50%, una cifra claramente superior al tope máximo del 40% que contempla la Comisión Europea. En esta coyuntura es evidente quien tiene agarrada la sartén por el mango: TSMC.